martes, 24 de noviembre de 2015

PALITO MANTEQUILLERO

A Federico le gusta la profe Gabriela. Nuestra maestra de sexto grado no es como las anteriores, y no sólo por su sonrisa blanca ni porque usa pantalones a la cadera y zapatos de goma, sino por sus chistes malos de los que todos nos reimos en clase porque, de lo malos que son, son buenísimos.

Además siempre nos está hablando de lo que nos viene, o sea, la adolescencia, de que nos saldrán granos en la cara, de que a los varones les saldrá barba y a las niñas senos (algunas ya tienen), de que iremos a fiestas y empezaremos a criticarlo todo. Pero nos habla de eso, no como hablan los papás, que ponen un tono solemne, sacan un libro recién comprado y muestran el proceso de la polinización de las plantas y de cómo un perrito masculino conoce a una perrita femenina y se casan y viene el espermatozoide varón a la casa del óvulo hembra y un tiempo después nacen los perritos. NO, ella nos habla de la gente común y corriente, como ella, como nosotros.

A Federico le gusta la profe. Y a la profe le gusta Federico. No hay duda. Pasa mucho tiempo con él, le brillan los ojos en clase cuando interviene en Castellano y lee esos poemas que él escribe. Bueno, a mí también me brillan los ojos. Es que a mí, desde kinder, me gusta Federico. Y esto parece ya una telenovela de las que ve mi mamá a las 9 de la noche.

Fede y yo siempre hemos sido los mejores amigos del mundo. Jugábamos fútbol en el patio de recreo y nos contábamos los secretos de la clase, por ejemplo que Alejandra y Manuel estaban empatados, o que los papás de Raquel se divorciaron y por eso ella siempre salía llorando de la clase. Como los papás de Raquel estaban tan enredados en sus cosas, ni le celebraron cumpleaños, entonces nosotros dos creamos el plan XWZ: "Ayudemos a Raquel". Entre todo el salón y con la complicidad del profesor de inglés --la maestra de aquel entonces no era buena gente-- le hicimos una fiesta sorpresa con pastel de cumpleaños y todo. Raquel lloró mucho, pero se reía y lloraba y después de eso no volvió a llorar más en clase y jugaba con todos en el recreo.

Éramos tan amigos Federico y yo que nuestras mamás los fines de semana se ponían de acuerdo y un sábado una nos llevaba al Parque del Este y otra nos hacía un almuerzo el domingo o nos llevaba a la Galería de Arte Nacional (porque a nosotros nos gustaba meternos en "el penetrable" de Jesús Soto, que es una escultura de cuerdas que tú entras y es como una selva), y al Museo de Ciencias a ver los animales disecados. Mi preferido era el jaguar, el de él un venado triste.

Fede y yo siempre hemos sido amigos, dije. Claro, nosotros nunca hablamos de ser novios. Yo nunca le dije lo mucho que me gusta y que a veces, cuando la maestra habla de la adolescencia y del primer beso, pienso en Federico. Y lo imagino más alto y con su pelo negro más largo y con la voz gruesa y con su boca cerca de la mía, muy cerca.

Pero desde que entramos a sexto él se la pasa más con la maestra que conmigo. Desde hace dos semanas pasan todo el recreo hablando. Tienen un secreto, es un secreto de amor porque yo veo que Fede se pone muy rojo y después cuando se acerca a mí evita hablar del tema. Desde que empezó el año escolar no salimos los fines de semana. No me confía sus secretos cuando antes me lo decía todo. Y he oído a mi mamá hablar con la suya por teléfono: "Es de entender, son grandes, ya las cosas no son como antes", dice.

Lo que Federico no sabe es que el día que me quedé en la tarde en clases de flauta descubrí que la profe tiene novio. Vino a buscarla en esa moto dorada. Tiene el pelo catire y rizado y usa una chaqueta de cuero. Le gritó Gabriela y ella salió corriendo como tonta, como hacen las protagonistas de las telenovelas, todo muy cursi. Y él la besó en la boca y ella lo besó más. Y se fueron juntos y a ella su pelo largo y marrón clarito (como el mío) le volaba al viento. Pensé en Federico llevándome en una moto como esa a comer pizza o a mirar el atardecer en el mar allá en La Guaira.


Al día siguiente Federico leyó una poesía en clase. Hablaba justo de su cabello marrón clarito y que parecía un venado, ese venado triste que no volvió a ver más nunca en el Museo de Ciencias. A la maestra se le aguaron los ojos y a mí también. Fede me miró y se puso rojo. Yo creo que él sabe que yo sé lo mucho que le gusta la maestra. Pero sé que nunca me lo va a decir. Él es tan tímido como yo para esas cosas. Nunca ha tenido novia. Nunca le he podido sacar si la que le gustaba en cuarto grado, cuando empezó con lo de escribir poemas, era Alejandra, que en ese momento era novia de Ricardo, o Cristina, la grandota de quinto grado, que siempre andaba en minifalda y todos los varones estaban locos por ella.

En el recreo, Fede y la maestra se fueron al patio atrás. Yo traté de acercarme pero me daba pena estar de espía. Entonces vi que la maestra tenía una flor, no era una rosa, era una margarita, como las que a mí me gustan. El le dio un papel que ella leyó. La maestra sonrió como nunca, lo abrazó y le dijo --eso si lo oí-- que era un hombre hermoso, que él --así dijo-- se merecía todo el amor. Entonces le dio la margarita y lo besó en el cachete. Y le dijo que se fuera, que era tarde.

¿Será que Fede creció antes que yo y no me di cuenta? ¿Será que le llegó la hora de su primer beso y que será con la maestra? Recuerdo al hombre rubio de la moto y su chaqueta de cuero. Podría golpear muy fuerte a Federico que es flaco y debilucho. Debería decirle la verdad.

Quisiera ser un poco como la maestra Gabriela que siempre sonríe con su risa blanca. Claro, ella tiene los dientes mucho más bonitos que los míos que están todos torcidos. Los de ella son unos dientes para decirles poesías. No le tengo rabia porque es la mejor profe que hemos tenido. Nos cuenta cuentos de miedo sentados en el piso del patio y todos acurrucados y luego nos empieza a hacer cosquillas. Nos habla de la vida futura y no nos dice, como hacen los papás, que es un camino difícil y que debemos prepararnos para las adversidades. No, ella nos dice que la vida es una sorpresa, que siempre está dando regalos, pero que hay que aprender a verlos. Como cuando uno juega a "Palito Mantequillero", pero hay que saber ver y buscar y sólo así uno puede encontrarlo.

Entiendo por qué Federico ama a la profe. Y me da celos, pero no la odio, como las mujeres de las telenovelas que son rivales. Ella me cae bien, me parece buena gente, me encanta como se viste y esos zapatos con plataforma que usa son lo máximo. Además ella siempre me mira bonito y me felicita porque soy buena en matemática y asegura que yo de grande voy a dar de qué hablar en el mundo, porque seguro seré una científica inventora porque tengo talento para eso. No tiene celos de mi amistad desde kinder con Fede, más bien un día me dijo que le hubiese encantado tener un amigo varón en la primaria, pero ella estudió en un colegio de puras niñas.

Pero tampoco puedo engañar a Fede que allá viene, después de hablar con la maestra, con cara de bobo y la margarita en la mano. Quiero salir corriendo, pero tengo que enfrentarlo, decirle que la maestra tiene un novio más grande que él y que seguro pega fuerte.

Se acerca y me dice:
--Hola Eloisa
Y yo le digo "Hola Federico", no más y me pongo roja. No tengo agallas para entristecerlo. Como no las tuve aquella vez, en segundo grado, cuando murió el pez que él había traido para el acuario de la clase. Lo que hice fue comprar uno y sustituirlo y él nunca se enteró de que Efraín --así se llamaba su pez-- ya no era Efraín sino un otro sin nombre que lo suplantó. Yo creo que Fede sintió algo distinto porque empezó a decir que Efraín estaba últimamente muy activo, que parecía más joven y mejor dispuesto a ganarse su espacio entre los demás peces. Y es que Efraín, el verdadero, era como Fede y yo: tímido. Seguro que tampoco sabe bailar, ni canta porque desafina, ni es bueno para los deportes.

--Hola Eloisa --volvió a decir porque se quedó varado en el saludo.
--Ya se va a acabar el recreo --dije, por cambiar de tema.
--Es corto el recreo --respondió él y se quedó mirándome--. Él seguro sabe que yo sé lo del a maestra y no quiere hablar del tema. No le voy a decir nada. Aunque tengo que decirle la verdad verdadera.
--Yo hablé con la maestra Gabriela  --confesó.
--Sí, ¿de qué? --y pienso que es una pregunta tonta, pero ¿qué le digo?
--De ... amor --titubeó y se puso cien por ciento color rojo.
Yo me quedé callada y tuvo que seguir. Habló rápido, como si tuviera un cohete en la garganta.

--Ella dice que sí, que es mentira eso que dicen mis papás de que los niños no se enamoran y que como a los veinte años es que se empieza con eso. Ella dice que sí, que lo que tengo yo adentro es amor y que eso hay que decirlo. Ella me entiende y lo aprueba.

No quería seguir oyéndolo. Era ahora o nunca. Tenía que decirle lo del tipo de la moto, de sus botas vaqueras y que seguro era cinta negra en kárate. Pero no me dejó hablar:
--Yo pensé que sólo era por ese pelo marrón tan bonito, por todas las cosas que hablábamos, por esa complicidad en los recreos. Pero es más. Porque cuando pienso en el primer beso...

Lo imaginaba montándose en las escaleras del patio para darle el beso a ella que debe medir como uno setenta. Y que en ese momento llegara el tipo de la moto con su cara de matón.
--Eres muy chiquito --alcancé a decir para advertirle.
--Soy un preadolescente --me dijo seguro de sí mismo--. Y me dio el papelito.

--Léelo.
--No quiero --dije--. No quería saber más, no quería esa verdad.
--Yo te lo leo --dijo y no me dejó salir corriendo porque me agarró con una mano el brazo.
Y leyó el poema. Era hermoso. Hablaba de la belleza de su amada. De sus ojos, de sus manos, y sobre todo de su sonrisa. La maestra Gabriela debió sentirse muy feliz y por eso le dio la flor. Pero ella tiene novio y eso debe saberlo Fede.

--¿Qué piensas? --me preguntó--.
Y en ese momento él no estaba rojo, sino morado fucsia, casi parecía una bomba a punto de explotar de esas de las comiquitas.

--¿Qué pienso de qué? --le pregunto indiferente, porque no sé qué decirle, porque si le digo que la maestra tiene novio se va a poner muy triste. Y no quiero verlo triste.

--Del poema --responde y esconde los ojos.
--Pues que le debió gustar mucho a la maestra.
--¿A Gabriela? Sí, a ella le gustó mucho. ¿Y a tí?
--Bueno... sí, claro que me gustó --le respondo mientras pienso que tengo que contarle la verdad, que ella no se merece ese poema, aunque sea tan chévere y buena gente.

--¿Y entonces? --me pregunta y eso es el colmo, porque no sé qué quiere. Tengo que decirle. Pero no. Mejor no.
--Tienes razón en el poema --le comento.
--¿De qué? --me mira sin entender y se pone rojo.
--Gabriela es bonita. Y tiene una gran sonrisa.

Él me mira sin entender.
--¿Y eso qué tiene que ver con el poema?
Y ahora la que no entiende soy yo.

--Bueno, que Gabriela, la profe, sus ojos, su cabello, ya sabes... --digo nerviosa.

Entonces él acerca su dedo índice a mi boca para hacerme callar. Y antes de que él hable ya lo he entendido todo. Y quiero como saltar o meterme diez metros bajo tierra o dispararme en un cohete a la luna.

--Pero este poema es para tí.
Hubo un silencio.
--Pero los dientes de Gabriela son tan bonitos.
--Sí, pero la sonrisa más bella es la tuya --dijo.

Otro silencio. Y hubiese sido la oportunidad perfecta para el primer beso y las maripositas y elfinal de película. Pero no. Sonó el timbre para volver a clases.

--La profe me consiguió esta flor porque a ti no te gustan las rosas --me dijo y me dio la margarita.

Y le dio pena y a mi también porque siempre hemos sabido ser los mejores amigos del mundo. Ahora no sabemos qué somos.

--Yo ahora también voy a tener que hablar con la maestra Gabriela para que me ayude --le dije--. Agarré la margarita y el poema y salí corriendo. A lo lejos la profe sonreía y a lo mejor hasta tenía un poco de celos de mí porque nunca tuvo un amigo así como Fede. O un novio como Fede.

Cuento extraído del libro "Cuentos Prohibidos por la Abuela" de Mireya Tabuas

Dedicado a Josecitoes

martes, 7 de julio de 2015

BIOGRAFÍA DE UN ESCARABAJO

El escarabajo dio los últimos toques a la bola de estiércol, alisó una que otra mínima hilacha saliente del fresco amasijo e inició con ella su regreso al albergue.
Se le veía salvar los obstáculos con sumo cuidado, aferradas las tenazas delanteras a la carga, húmeda aún, por sobre hojas y pedruscos, rumbo a la cueva que se abría dos metros más allá del verdoso montón de estiércol.
Rastreaba la brisa un olor a orégano.
Bajo el arco de una raíz seca afinaba sus crótalos una serpiente oscura.
Hacía un calor de horno en el interior de la cueva, y la blanda arenilla del piso mostraba las huellas que dejaran los dentados brazos del cargador, cuando salió de nuevo por otra ración.
A veces, el marchar torpe atropellaba las plantas que empezaban a nacer en el estercolero, un manojo de hierba de un palmo escaso, en mitad de su ruta, significaba un calculado rodeo y un volver a enfilar hacia las verdes tortas olorosas.
Esto, cuando el campo mostraba relativa soledad, pues vivía en terrenos sombreados por un gran árbol y con frecuencia venían hasta allí gentes y caballos. Sabía que los intrusos pisaban con gran fuerza y aplastaban sin misericordia retoños nacientes y pequeños seres.
Quizás resultaban más temibles los hombres.
Los caballos se contentaban con relinchar y hacer temblar la tierra bajo el peso de sus cascos, y se marchaban luego, dejando el campo esterado de buena comida. Pero los hombres llegaban silenciosamente, tomaban un pequeño escarabajo y ¡clic!, lo destripaban entre sus largos dedos; o bien, como si jugasen, desprendían patas y élitros con lenta crueldad, hasta dejar el cuerpo como una nuez arrugada.
Eran ellos quienes apagaban el clamor de las cigarras y dispersaban con saña, la ronda matinal de las libélulas.
De ahí que conociese el sonido de las pisadas cercanas y adoptada aquella inmovilidad de hueco cascarón de ébano, plegadas las patas bajo la cabeza, quietos los artejos, momificado de temor su cuerpecillo ante la presencia de los grandes seres.
Aquella mañana, cuando fabricaba su segunda bola de inmundicia, presintió el desagradable encuentro. Primero la serpiente, desapareciendo entre las sepultadas raíces del árbol, y luego las voces golpeando el alto viento: una de oscuros contornos de agua subterránea, otra delgada, como canción de lluvia.
Arriba se agitó la voz oscura:
–Esta será la única solución, Maritza.
–¡Terrible solución!
Cerca del escarabajo –quiero carbón bruñido– se había encendido la llama musical de un grillo.
Ahora volvía la voz de hilo de lluvia:
–Anoche lo sentí moverse. Desearía ser como las labradoras para tenerlo libremente y cuidarlo…
Y el viento ennegrecido:
–Somos diferentes, Maritza, tú lo sabes; tenemos nuestras normas sociales, nuestros deberes que cumplir…
–Y… ¿entonces?
La voz caía en gotas temblorosas.
–¡El aborto, Maritza, es la única solución!
–¡Abortar!
La blanca voz parecía diluirse en el tamiz del aire.
Parpadeaba aún la llama musical del grillo cuando pisadas y sombras se alejaron.
Toda la noche trabajó el escarabajo. Había que separar aquellas rudas adherencias estercoráceas y fabricar un fino material, el más blando y fresco, la cuna pereiforme para el hijo.
Y de sus patas salió al fin, moldeada y pulida como una gran perla de arcilla, el edredón cremoso para el huevo.
Cuando la obra estuvo concluida, selló con tierra la madriguera y escaló la salida hacia el amanecer.
Olía a sol.
Sobre el musgo se alargó la sombra del hombre.
La voz, hoja seca, cayó después.
–Aquí lo podemos enterrar, Maritza.
Y empezó a cavar fuertemente. El hierro sacudía la tierra y desgarraba delgadas raíces. Cada golpe era un temblar de hierbas y un débil gemir de tallos triturados.
La otra voz se hacía blanda, se empequeñecía como un ovillo sedoso:
–¡De prisa, que alguien puede vernos!
Junto a ellos, jadeante, rondaba el viento.
Transcurrió una lunación.
Vistió la nube su cendal de invierno, y, por la ruta vertical del aire, bajó la bruma en su corcel de frío.
Sobre la tierra, redondeado como una gran ubre verde, madura de lluvia, el árbol.
Y sobre el árbol, el sol, que era un terroso gavilán dormido.
Fueron días difíciles para el escarabajo.
El agua que humillaba las campánulas había licuado todo el estiércol diseminado en las cercanías de la madriguera, y existía la amenaza de morir ahogado cuando la corriente ponía su cristalino parpadear al ojo de las cuevas. Ahora venían cantando pequeños y turbios arroyuelos por los antiguos senderos de las bestias.
Rechoncho, mojado de barro, salió una mañana.
Caminaba a reculones, agobiado por el peso de la pera arcillosa donde el hijo ya agitaba su impaciencia de bañarse en luz.
Sólo las hormigas lo vieron marchar.
Penosamente había logrado escalar la cuesta mohosa de aquella piedra, cuando sintió la voz, la negra voz del hombre.
–Lo ves, Maritza: una alfombra verde lo cubre todo…
–¡Sí, todo, hasta nuestro error!
El escarabajo paralizó sus movimientos.
–Una imprudencia, solamente. Olvidémosla.
–Si yo hubiese sido labradora y pobre…
–Basta ya: pronto nos casaremos… Ese día te regalaré un collar de oro, sus cuentas serán tan grandes como…
El hombre miraba a su alrededor buscando algo para establecer comparación y luego se inclinó para terminar la frase:
–…¡como este escarabajo!
Lo tenía sobre la palma de la mano, halagando su sonrisa breve.
Ella trenzó por un instante su canción de lluvia:
–Bota eso y bésame, ¿quieres?
–Fue entonces cuando el escarabajo se sintió caer.
Más tarde, hormigas hambrientas cargaron con sus miembros destrozados.
¡Qué gran red de caminos distintos le ofrecía la tierra a su regreso!


Cuentos en tono menor de Oscar Guaramato

lunes, 6 de julio de 2015

LAS LINARES


Cuentos Grotescos de José Rafael Pocaterra
I
…Las Linares son cuatro. Se casó la segunda; acaso la de mejor físico. Y no es bonita ni mucho menos: unos ojos grandes un poco saltones, la boca grande también y coincidiendo con los ojos. ¡Pero las cejas…! Las cejas de todas ellas que son dos bigotes invertidos, dos montones de pelos negros y ríspidos, en arco de treinta y seis grados hacia las sienes donde el cabello lacio, acastañado, encuadra la fisionomía inexpresiva que caracteriza a la familia. Las otras tres hermanas, más o menos así mismo: a una la desmejora la nariz arremangada, a otra el corte del rostro en ángulo recto, y a la menor todo esto junto y además el desconcierto que causa aquella criatura tan raquítica, tan menguada, tan hecha de retazos, con un vozarrón que pone pavor en el ánimo… Todas, pues, así: ni gordas ni magras, a pesar de la anemia; caminan como escoradas a la izquierda; paseando dan la impresión de que huyen, de que tratan de escapar restregándose con la pared, como perros castigados.
Pero sobre todo ¡aquellas cejas! La misma Juanita Ponce que no se ocupa en mal de nadie, pagando visita a las Pérez Ricaurte, no pudo disimularlo:
-Mamá está muy contenta con este vecindario; es gente muy buena: ustedes, las Lopecitos, el señor Anchoa Castrillo, todas… ¡Y esas mismas muchachas Linares, las pobres a pesar de las cejas, son muy simpáticas!
Es una pesadilla. En las tiendas, en el tranvía, en las tertulias, en el cine, para dar su dirección: “las muchachas cejonas”, “las de las cejas”, “las cejudas”, “casa de las que tienen el bigote en la frente…” un horror, en fin.
La que logró casarse, la segunda, lo hizo con un muchacho histérico que fue cantor en el coro de Santa Rosalía, pero que en ciertas épocas pierde el juicio y se sale desnudo dando vivas a la Divina Providencia; ha perdido la voz y pasa los días haciendo jaulas que manda a vender al mercado. Una vida triste, pero humilde. Sin embargo, la familia de este infeliz aprobó su matrimonio con una salvedad:
-Sí, ella será muy buena y todo, pero ¡qué cejas!
Las otras tres, peludas y tristes, a la edad en que las mujeres más fatalistas no sueñan con doblar sin compañero el cabo de Buena Esperanza, ya han adquirido en filosofía cínica de las solteronas que “no enganchan”.
Nadie, o casi nadie, va a casa de ellas; en cambio ellas visitan mucho; andan a tiendas; cosen la “canastilla del Niño”; recogen para la “Liga contra el mocezuelo”. Sus trajes siempre parecidos, adornados de lacitos coloridos apestando a un perfume barato. Se les ve en toda suerte de obras pías, o admirando un incendio, o acompañando un duelo; donde haya fiesta o están dentro o están por la ventana, pero están, dan nombres propios, detalles, saludan, conocen a todo el mundo: “esa es Laura Elena, señora de Fokterre;  el otro debe ser el musiú que se casa con una de las Palustre y vino esta mañana de La Guaira ¿Cuándo le bajarán la falda a la hija del doctor Perozo? ¡Ya es una indecencia ese mujerón con las piernas de fuera!”.
Pero no se casan. Y no es porque tengan mayores ambiciones; no, señor; pueden decir sentimentalmente al elegido: contigo pan y cebollas, contigo debajo de un cují pero con teléfono y luz eléctrica y cinco pesos diarios, más los alfileres… ¡Pobres!
El único hermano con quien cuentan, César Augusto, es escribiente en la Dirección de un Ministerio con setenta y cinco pesos de sueldo. De ellos se viste, tiene novia, parrandea, da el calzado a las tres hermanas y “ayuda” en la casa. La hermana casada, cuando va a tener niño, se traslada para el hogar común, y él, naturalmente contribuye a recibir de un modo digno al nuevo cejudo. Ya ha recibido cinco, todos escrofulosos, pero con las cejas desarrolladísimas. La familia observó enternecida que el penúltimo –se aguarda un nuevo ejemplar de un momento a otro– las tenía rizadas. Al fin y al cabo es una mejora en la especie…
Bueno. Estas son las Linares. La casada se llama Andrea y las otras, como casi todos los seres desgraciados, poseen lindos nombres: Carmen Margarita, Luisa Helena, Berta Isabel…
II
El que refería, sin turbarse, esperó para decir al fin del chaparrón de bromas con que fue acogida su desairada historia:
–Como ustedes quieran; pero es así… la primera parte. La segunda voy a referirla.
Todos gritaron protestando:
–No, no, no.
–¡Se suspende la sesión!
–¡No hay derecho a palabra!
–¡Es horrible!
–¡Piedad!
–¡Asesino!
–¡Troglodita!
–¡Hay alevosía, ensañamiento, lata!
Pestañeó tras los lentes, arrojó una bocanada de humo sobre nosotros y volvió a sonreír: –La segunda parte… –dijo.
–¡Que no!
–¡Oigan, oigan, es triste! Y además, es divertida.
–Es estúpida, seguramente.
Dominando la última frase, impuso el resto:
–Sí, es estúpida desde cierto punto de vista… Un día, Carmen Margarita tuvo novio…
–¡Despatarrante!
–¡El cuento se hace trágico!
–¡Hoffman!
–¡Edgar Poe!
–… tuvo novio –repitió– tuvo por novio a un amigo nuestro que está aquí en este momento…
–¡El nombre de ese miserable, decidlo! –exclamó uno en estilo Pérez Escrich.
–El nombre –repuso– el nombre no es el del caso.
Mi amigo, se asomó a aquellas vidas oscuras y maltratadas, espió detrás de aquellos ojos saltones, nostálgicos…
Bajo aquellas cejas siniestras –interrumpió otro.
–Sí, bajo aquellas cejas siniestras, en el fondo de los ojos, vio el alma… Se enamoró de pronto como un loco… Ustedes no saben esto porque ustedes no han amado: la vanidad, la crítica superficial de las cosas, la mirada que ve las formas recortadas y no los matices de la expresión… ustedes no saben esto, no pueden comprenderlo; ustedes, burlones, inteligentes, tontos ven pero no miran… Mi amigo, que vale tanto como el que más de ustedes, se enamoró como un loco; y lo que era cursi y triste casi cómico, de una comicidad dolorosa, se fue engrandeciendo en su mente primero que a sus ojos: es el alma de la mujeres feas, el alma supremamente virgen que nadie ha turbado, el corazón de la mujer íntegra que, precioso e intacto, guarda sus ternuras para una hora única, cuando el amor llama a la puerta, cuando el despierta, cuando asoma a los ojos de las feas, por ante las cuales pasamos siempre distraídos o burlones, esos ojos que no han reflejado otros amores; y arrebola la emoción que siente una cara nunca besada, y estremece el cuerpo nunca tocado… Entonces es que un hombre posee, realmente, lo que otro jamás deseó, lo que es de él no más, de él sólo, sobre la tierra… ¡Y piensen ustedes con qué lealtad furiosa, con qué suprema angustia de amor no ama una mujer fea!
III

Y, verdaderamente, yo no sé si porque habíamos cenado fuerte y ese vino francés “alambrado” es proclive a ponerle a uno sentimental, o porque al salir a la calle fría y desierta, bajo lo inesperado de aquella confesión, estábamos turbados; pero todos sentimos una vaga nostalgia de ser así como él, tan valientes para echar sobre lo ridículo de la existencia un noble manto de sinceridad.

martes, 30 de junio de 2015

LA MATA DE CENTAVOS


   Aficionado Dominguito a los centavos como todo muchacho (afición que dura hasta la vejez), un día en que jugaba con su hermano mayor, correteando por toda la casa, tuvo un pensamiento súbito, una gran inspiración. Detúvose de pronto e interpretó a su compañero.
            --¿Juan, los centavos nacen?

Juan era un rapazuelo de ocho años que explotaba de lo lindo la candidez de Dominguito. Cuando le veía alguna golosina en las manos, se le allegaba muy grave, como hombre de negocios formales, y poniéndose las manos sobre los hombros, le decía:

            --Mira, Dominguito, hagamos un negocio.

            --¿Qué negocio?

--Pues que tú me des ahora la mitad de ese dulce y yo te daré uno entero cuando mi padrino me dé plata.

--Sí, pero que sea bien grande como éste.

--Está dicho.

        Y Juan se comía la mitad del dulce; pero media hora después, por cualquier pellizco, por cualesquiera dimes y diretes, Juan se declaraba desligado del convenio. Así y todo vivían en la mejor armonía.

            --¿Nacen los centavos?

            Ante esta inusitada pregunta del chico, Juan abrió tamaños ojos y se puso a reflexionar como un filósofo que quiere dar en la clave del enigma.

            --Pues mira que sí nacen.

            --Y entonces ¿dónde están las matas?

            --¡Tonto! Las matas estás muy bien guardadas para que no se las roben.

            --¿Tú las has visto?

            --No, pero me han contado.

            --¿Y qué será lo que se siembra?

            --Pues deben de ser los centavos para que retoñen.

            --¡Ah! Pues yo voy a hacer la prueba.

            --¿Dónde tienes los centavos?

            --Aquí tengo dos no más.

            --Bueno, pero no vayas a decírselo a nadie: entre los dos solitos.

            Juan se hizo en el momento a un cuchillo de la casa. Se arrodillaron los chicos y emprendieron la obra.

            --No muy hondo, Juan.

            --Así está bueno, como para sembrar cebollas.

            Hechos el hoyo, Dominguito echó con mano trémula sus dos centavos, que la tierra cubrió en el acto. Se puso una señal en el sitio y ambos chicos se entregaron luego al discurrir sobre el caso, forjándose para lo porvenir mil doradas ilusiones.

            Dominguito se acostaba preocupado con aquello, y en sus sueños inocentes veía la mata de centavos grande y coposa como un mamón, cuajada de racimos por todos lados. Tan luego saltaba de la cama, corría al solar, y después de cerciorarse de que no había por allí alma viviente, se acercaba al consabido sitio a ver si ya estaba apareciendo el retoño.

            Como pasase los días sin asomar nada, consultó a Juan sobre remover la tierra para ver el estado de los centavos, pero el rapazuelo puso una cara muy grave y le dijo que aquello no convenía por ningún respecto, puesto que se romperían los retoños que ya debían subir.

            Un día, por último, en que vendían buñuelos a la puerta de la casa, Dominguito, creyendo que ya no se levantaba la mata, corrió al solar, metió las manecitas en la tierra con febril agitación, abrió un hoyo y otro hoyo, buscó aquí y más allá, rebuscó por todas partes y nada…

            Mucho tiempo hacía que la semilla, por artes químicas del bribonzuelo Juan, había tomado la forma de dos abrillantados caramelos.

            Pero el cuento sigue: veinte años después, como diría en el epílogo cualquier novelista, Dominguito, hecho todo un hombre de negocios, llamó a su hermano Juan y le dijo:
            --¿Te acuerdas, Juan, de aquella mata de centavos?

            -- Y de los sabrosos caramelos que me produjo también me acuerdo.

--Pues mira, yo he persistido en la idea: la mata de centavos existe. He cultivado este campo con tesón, lo he sellado de café, maíz y otros frutos, y ya ves que cosecho centavos todos los días.

Dominguito tenía razón.

La mata de centavos con que soñamos en la infancia existe. Se siembra en todas partes, en el campo, en las fábricas, en los talleres; se riega con el sudor de la frente y pronto crece, prospera y rinde el codiciado fruto.
La mata de centavos es el TRABAJO.

                                                                                                                        CUENTOS  (1894)
                                                                                                                  TULIO FEBRES CORDERO


domingo, 10 de marzo de 2013

Relación entre filosofía y pedagogía


Estas dos ciencias son de gran valor en el campo de la educación ya que ambas dan soporte al estudio del ser humano, en la visión de sus múltiples modos de vida, su forma de percibir el mundo y su desarrollo con la sociedad.

Pedagogía y filosofía son ciencias que le sirven al hombre o al maestro para explicar las circunstancias de otras formas, la pedagogía ya que busca la fundamentación asequible, a través de la experimentación y la verificación por medio de una ley y la filosofía explica los escenarios desde el ser y su entorno.

La pedagogía como ciencia estructura el papel del maestro a través de unos procesos determinados (didáctica) que llevados a la práctica cambian la memoria semántica del estudiante, permitiéndole incluirse en una sociedad.

La pedagogía como filosofía explica el papel del maestro desde el ser y su praxis, lo relaciona con los variados modelos y el entorno.

La relación entre ambos es muy cercana por la pedagogía, ya que hace reflexión sobre la enseñanza y el aprendizaje del ser, usando argumentos filosóficos, de la epistemología, la sociología, la psicología, entre otros.

Epistemología.


Del griego “episteme”  (verdadero conocimiento, ciencia) y “logos”
(Estudio tratado). Etimológicamente significa “estudio del conocimiento” y se ha convertido  en una rama filosofía que estudia el fundamento, los limites, la metodología del conocimiento, dado que en su objeto de estudio se encuentra también en el conocimiento científico, según el texto podría ser difícil distinguir entre epistemología y filosofía de la ciencia. En un contexto puramente filosófico se identifica con la clásica “teoría del conocimiento”, y se ocupa de problemas tales como las circunstancias históricas, psicológicas y sociológicas que llevan a la obtención del conocimiento, y los criterios por los cuales se le justifica o invalida, así como la definición clara y precisa de los conceptos epistémicos más usuales, tales como verdad, objetividad, realidad o justificación. La episteme era el conocimiento reflexivo elaborado con rigor. De ahí que el término "epistemología" se haya utilizado con frecuencia como equivalente a "ciencia o teoría del conocimiento". Los autores escolásticos distinguieron la llamada por ellos "gnoseología", o estudio del conocimiento y del pensamiento en general, de la epistemología o teoría del modo concreto de conocimiento llamado ciencia. En el ámbito científico, la epistemología recibe muchos nombres: Filosofía de la ciencia, metodología, metaciencia, lógica de la ciencia, entre otros. Sin embargo, desde el punto de vista filosófico, la epistemología es el estudio de una forma específica de conocimiento, el saber científico. La historiografía de la ciencia, que aporta los datos de base para su análisis y las ciencias formales; como la lógica elemental y la teoría de conjuntos, estas aportan las técnicas de análisis que permiten identificar los productos científicos. De estas ideas, la epistemología marca pautas hacia la posibilidad del conocimiento humano. Esta forma de pensamiento ha sido objeto de muchas críticas en la actualidad, hay algunos críticos que señalan que esta nueva epistemología carece de validez y no tiene fortaleza en los criterios de verdad. Pero, el mundo globalizado y complejo, donde los problemas se acrecientan cada vez más, enredados en la maraña de una gran red social, no se puede ver con ojos cuantitativos, donde el sujeto se separa del objeto, y lo humano, queda aislado de su contexto.