El escarabajo dio los
últimos toques a la bola de estiércol, alisó una que otra mínima hilacha
saliente del fresco amasijo e inició con ella su regreso al albergue.
Se le veía salvar los
obstáculos con sumo cuidado, aferradas las tenazas delanteras a la carga,
húmeda aún, por sobre hojas y pedruscos, rumbo a la cueva que se abría dos
metros más allá del verdoso montón de estiércol.
Rastreaba la brisa un olor a
orégano.
Bajo el arco de una raíz
seca afinaba sus crótalos una serpiente oscura.
Hacía un calor de horno en
el interior de la cueva, y la blanda arenilla del piso mostraba las huellas que
dejaran los dentados brazos del cargador, cuando salió de nuevo por otra
ración.
A veces, el marchar torpe
atropellaba las plantas que empezaban a nacer en el estercolero, un manojo de
hierba de un palmo escaso, en mitad de su ruta, significaba un calculado rodeo
y un volver a enfilar hacia las verdes tortas olorosas.
Esto, cuando el campo
mostraba relativa soledad, pues vivía en terrenos sombreados por un gran árbol
y con frecuencia venían hasta allí gentes y caballos. Sabía que los intrusos
pisaban con gran fuerza y aplastaban sin misericordia retoños nacientes y
pequeños seres.
Quizás resultaban más
temibles los hombres.
Los caballos se contentaban
con relinchar y hacer temblar la tierra bajo el peso de sus cascos, y se
marchaban luego, dejando el campo esterado de buena comida. Pero los hombres
llegaban silenciosamente, tomaban un pequeño escarabajo y ¡clic!, lo
destripaban entre sus largos dedos; o bien, como si jugasen, desprendían patas
y élitros con lenta crueldad, hasta dejar el cuerpo como una nuez arrugada.
Eran ellos quienes apagaban
el clamor de las cigarras y dispersaban con saña, la ronda matinal de las
libélulas.
De ahí que conociese el
sonido de las pisadas cercanas y adoptada aquella inmovilidad de hueco cascarón
de ébano, plegadas las patas bajo la cabeza, quietos los artejos, momificado de
temor su cuerpecillo ante la presencia de los grandes seres.
Aquella mañana, cuando
fabricaba su segunda bola de inmundicia, presintió el desagradable encuentro.
Primero la serpiente, desapareciendo entre las sepultadas raíces del árbol, y
luego las voces golpeando el alto viento: una de oscuros contornos de agua
subterránea, otra delgada, como canción de lluvia.
Arriba se agitó la voz
oscura:
–Esta será la única
solución, Maritza.
–¡Terrible solución!
Cerca del escarabajo –quiero
carbón bruñido– se había encendido la llama musical de un grillo.
Ahora volvía la voz de hilo
de lluvia:
–Anoche lo sentí moverse.
Desearía ser como las labradoras para tenerlo libremente y cuidarlo…
Y el viento ennegrecido:
–Somos diferentes, Maritza, tú
lo sabes; tenemos nuestras normas sociales, nuestros deberes que cumplir…
–Y… ¿entonces?
La voz caía en gotas
temblorosas.
–¡El aborto, Maritza, es la
única solución!
–¡Abortar!
La blanca voz parecía
diluirse en el tamiz del aire.
Parpadeaba aún la llama
musical del grillo cuando pisadas y sombras se alejaron.
Toda la noche trabajó el
escarabajo. Había que separar aquellas rudas adherencias estercoráceas y
fabricar un fino material, el más blando y fresco, la cuna pereiforme para el
hijo.
Y de sus patas salió al fin,
moldeada y pulida como una gran perla de arcilla, el edredón cremoso para el
huevo.
Cuando la obra estuvo
concluida, selló con tierra la madriguera y escaló la salida hacia el amanecer.
Olía a sol.
Sobre el musgo se alargó la
sombra del hombre.
La voz, hoja seca, cayó
después.
–Aquí lo podemos enterrar,
Maritza.
Y empezó a cavar
fuertemente. El hierro sacudía la tierra y desgarraba delgadas raíces. Cada
golpe era un temblar de hierbas y un débil gemir de tallos triturados.
La otra voz se hacía blanda,
se empequeñecía como un ovillo sedoso:
–¡De prisa, que alguien
puede vernos!
Junto a ellos, jadeante,
rondaba el viento.
Transcurrió una lunación.
Vistió la nube su cendal de
invierno, y, por la ruta vertical del aire, bajó la bruma en su corcel de frío.
Sobre la tierra, redondeado
como una gran ubre verde, madura de lluvia, el árbol.
Y sobre el árbol, el sol,
que era un terroso gavilán dormido.
Fueron días difíciles para
el escarabajo.
El agua que humillaba las
campánulas había licuado todo el estiércol diseminado en las cercanías de la
madriguera, y existía la amenaza de morir ahogado cuando la corriente ponía su
cristalino parpadear al ojo de las cuevas. Ahora venían cantando pequeños y
turbios arroyuelos por los antiguos senderos de las bestias.
Rechoncho, mojado de barro,
salió una mañana.
Caminaba a reculones,
agobiado por el peso de la pera arcillosa donde el hijo ya agitaba su
impaciencia de bañarse en luz.
Sólo las hormigas lo vieron
marchar.
Penosamente había logrado
escalar la cuesta mohosa de aquella piedra, cuando sintió la voz, la negra voz
del hombre.
–Lo ves, Maritza: una
alfombra verde lo cubre todo…
–¡Sí, todo, hasta nuestro
error!
El escarabajo paralizó sus
movimientos.
–Una imprudencia, solamente.
Olvidémosla.
–Si yo hubiese sido
labradora y pobre…
–Basta ya: pronto nos
casaremos… Ese día te regalaré un collar de oro, sus cuentas serán tan grandes
como…
El hombre miraba a su
alrededor buscando algo para establecer comparación y luego se inclinó para
terminar la frase:
–…¡como este escarabajo!
Lo tenía sobre la palma de
la mano, halagando su sonrisa breve.
Ella trenzó por un instante
su canción de lluvia:
–Bota eso y bésame,
¿quieres?
–Fue entonces cuando el
escarabajo se sintió caer.
Más tarde, hormigas
hambrientas cargaron con sus miembros destrozados.
¡Qué gran red de caminos
distintos le ofrecía la tierra a su regreso!