martes, 7 de julio de 2015

BIOGRAFÍA DE UN ESCARABAJO

El escarabajo dio los últimos toques a la bola de estiércol, alisó una que otra mínima hilacha saliente del fresco amasijo e inició con ella su regreso al albergue.
Se le veía salvar los obstáculos con sumo cuidado, aferradas las tenazas delanteras a la carga, húmeda aún, por sobre hojas y pedruscos, rumbo a la cueva que se abría dos metros más allá del verdoso montón de estiércol.
Rastreaba la brisa un olor a orégano.
Bajo el arco de una raíz seca afinaba sus crótalos una serpiente oscura.
Hacía un calor de horno en el interior de la cueva, y la blanda arenilla del piso mostraba las huellas que dejaran los dentados brazos del cargador, cuando salió de nuevo por otra ración.
A veces, el marchar torpe atropellaba las plantas que empezaban a nacer en el estercolero, un manojo de hierba de un palmo escaso, en mitad de su ruta, significaba un calculado rodeo y un volver a enfilar hacia las verdes tortas olorosas.
Esto, cuando el campo mostraba relativa soledad, pues vivía en terrenos sombreados por un gran árbol y con frecuencia venían hasta allí gentes y caballos. Sabía que los intrusos pisaban con gran fuerza y aplastaban sin misericordia retoños nacientes y pequeños seres.
Quizás resultaban más temibles los hombres.
Los caballos se contentaban con relinchar y hacer temblar la tierra bajo el peso de sus cascos, y se marchaban luego, dejando el campo esterado de buena comida. Pero los hombres llegaban silenciosamente, tomaban un pequeño escarabajo y ¡clic!, lo destripaban entre sus largos dedos; o bien, como si jugasen, desprendían patas y élitros con lenta crueldad, hasta dejar el cuerpo como una nuez arrugada.
Eran ellos quienes apagaban el clamor de las cigarras y dispersaban con saña, la ronda matinal de las libélulas.
De ahí que conociese el sonido de las pisadas cercanas y adoptada aquella inmovilidad de hueco cascarón de ébano, plegadas las patas bajo la cabeza, quietos los artejos, momificado de temor su cuerpecillo ante la presencia de los grandes seres.
Aquella mañana, cuando fabricaba su segunda bola de inmundicia, presintió el desagradable encuentro. Primero la serpiente, desapareciendo entre las sepultadas raíces del árbol, y luego las voces golpeando el alto viento: una de oscuros contornos de agua subterránea, otra delgada, como canción de lluvia.
Arriba se agitó la voz oscura:
–Esta será la única solución, Maritza.
–¡Terrible solución!
Cerca del escarabajo –quiero carbón bruñido– se había encendido la llama musical de un grillo.
Ahora volvía la voz de hilo de lluvia:
–Anoche lo sentí moverse. Desearía ser como las labradoras para tenerlo libremente y cuidarlo…
Y el viento ennegrecido:
–Somos diferentes, Maritza, tú lo sabes; tenemos nuestras normas sociales, nuestros deberes que cumplir…
–Y… ¿entonces?
La voz caía en gotas temblorosas.
–¡El aborto, Maritza, es la única solución!
–¡Abortar!
La blanca voz parecía diluirse en el tamiz del aire.
Parpadeaba aún la llama musical del grillo cuando pisadas y sombras se alejaron.
Toda la noche trabajó el escarabajo. Había que separar aquellas rudas adherencias estercoráceas y fabricar un fino material, el más blando y fresco, la cuna pereiforme para el hijo.
Y de sus patas salió al fin, moldeada y pulida como una gran perla de arcilla, el edredón cremoso para el huevo.
Cuando la obra estuvo concluida, selló con tierra la madriguera y escaló la salida hacia el amanecer.
Olía a sol.
Sobre el musgo se alargó la sombra del hombre.
La voz, hoja seca, cayó después.
–Aquí lo podemos enterrar, Maritza.
Y empezó a cavar fuertemente. El hierro sacudía la tierra y desgarraba delgadas raíces. Cada golpe era un temblar de hierbas y un débil gemir de tallos triturados.
La otra voz se hacía blanda, se empequeñecía como un ovillo sedoso:
–¡De prisa, que alguien puede vernos!
Junto a ellos, jadeante, rondaba el viento.
Transcurrió una lunación.
Vistió la nube su cendal de invierno, y, por la ruta vertical del aire, bajó la bruma en su corcel de frío.
Sobre la tierra, redondeado como una gran ubre verde, madura de lluvia, el árbol.
Y sobre el árbol, el sol, que era un terroso gavilán dormido.
Fueron días difíciles para el escarabajo.
El agua que humillaba las campánulas había licuado todo el estiércol diseminado en las cercanías de la madriguera, y existía la amenaza de morir ahogado cuando la corriente ponía su cristalino parpadear al ojo de las cuevas. Ahora venían cantando pequeños y turbios arroyuelos por los antiguos senderos de las bestias.
Rechoncho, mojado de barro, salió una mañana.
Caminaba a reculones, agobiado por el peso de la pera arcillosa donde el hijo ya agitaba su impaciencia de bañarse en luz.
Sólo las hormigas lo vieron marchar.
Penosamente había logrado escalar la cuesta mohosa de aquella piedra, cuando sintió la voz, la negra voz del hombre.
–Lo ves, Maritza: una alfombra verde lo cubre todo…
–¡Sí, todo, hasta nuestro error!
El escarabajo paralizó sus movimientos.
–Una imprudencia, solamente. Olvidémosla.
–Si yo hubiese sido labradora y pobre…
–Basta ya: pronto nos casaremos… Ese día te regalaré un collar de oro, sus cuentas serán tan grandes como…
El hombre miraba a su alrededor buscando algo para establecer comparación y luego se inclinó para terminar la frase:
–…¡como este escarabajo!
Lo tenía sobre la palma de la mano, halagando su sonrisa breve.
Ella trenzó por un instante su canción de lluvia:
–Bota eso y bésame, ¿quieres?
–Fue entonces cuando el escarabajo se sintió caer.
Más tarde, hormigas hambrientas cargaron con sus miembros destrozados.
¡Qué gran red de caminos distintos le ofrecía la tierra a su regreso!


Cuentos en tono menor de Oscar Guaramato

lunes, 6 de julio de 2015

LAS LINARES


Cuentos Grotescos de José Rafael Pocaterra
I
…Las Linares son cuatro. Se casó la segunda; acaso la de mejor físico. Y no es bonita ni mucho menos: unos ojos grandes un poco saltones, la boca grande también y coincidiendo con los ojos. ¡Pero las cejas…! Las cejas de todas ellas que son dos bigotes invertidos, dos montones de pelos negros y ríspidos, en arco de treinta y seis grados hacia las sienes donde el cabello lacio, acastañado, encuadra la fisionomía inexpresiva que caracteriza a la familia. Las otras tres hermanas, más o menos así mismo: a una la desmejora la nariz arremangada, a otra el corte del rostro en ángulo recto, y a la menor todo esto junto y además el desconcierto que causa aquella criatura tan raquítica, tan menguada, tan hecha de retazos, con un vozarrón que pone pavor en el ánimo… Todas, pues, así: ni gordas ni magras, a pesar de la anemia; caminan como escoradas a la izquierda; paseando dan la impresión de que huyen, de que tratan de escapar restregándose con la pared, como perros castigados.
Pero sobre todo ¡aquellas cejas! La misma Juanita Ponce que no se ocupa en mal de nadie, pagando visita a las Pérez Ricaurte, no pudo disimularlo:
-Mamá está muy contenta con este vecindario; es gente muy buena: ustedes, las Lopecitos, el señor Anchoa Castrillo, todas… ¡Y esas mismas muchachas Linares, las pobres a pesar de las cejas, son muy simpáticas!
Es una pesadilla. En las tiendas, en el tranvía, en las tertulias, en el cine, para dar su dirección: “las muchachas cejonas”, “las de las cejas”, “las cejudas”, “casa de las que tienen el bigote en la frente…” un horror, en fin.
La que logró casarse, la segunda, lo hizo con un muchacho histérico que fue cantor en el coro de Santa Rosalía, pero que en ciertas épocas pierde el juicio y se sale desnudo dando vivas a la Divina Providencia; ha perdido la voz y pasa los días haciendo jaulas que manda a vender al mercado. Una vida triste, pero humilde. Sin embargo, la familia de este infeliz aprobó su matrimonio con una salvedad:
-Sí, ella será muy buena y todo, pero ¡qué cejas!
Las otras tres, peludas y tristes, a la edad en que las mujeres más fatalistas no sueñan con doblar sin compañero el cabo de Buena Esperanza, ya han adquirido en filosofía cínica de las solteronas que “no enganchan”.
Nadie, o casi nadie, va a casa de ellas; en cambio ellas visitan mucho; andan a tiendas; cosen la “canastilla del Niño”; recogen para la “Liga contra el mocezuelo”. Sus trajes siempre parecidos, adornados de lacitos coloridos apestando a un perfume barato. Se les ve en toda suerte de obras pías, o admirando un incendio, o acompañando un duelo; donde haya fiesta o están dentro o están por la ventana, pero están, dan nombres propios, detalles, saludan, conocen a todo el mundo: “esa es Laura Elena, señora de Fokterre;  el otro debe ser el musiú que se casa con una de las Palustre y vino esta mañana de La Guaira ¿Cuándo le bajarán la falda a la hija del doctor Perozo? ¡Ya es una indecencia ese mujerón con las piernas de fuera!”.
Pero no se casan. Y no es porque tengan mayores ambiciones; no, señor; pueden decir sentimentalmente al elegido: contigo pan y cebollas, contigo debajo de un cují pero con teléfono y luz eléctrica y cinco pesos diarios, más los alfileres… ¡Pobres!
El único hermano con quien cuentan, César Augusto, es escribiente en la Dirección de un Ministerio con setenta y cinco pesos de sueldo. De ellos se viste, tiene novia, parrandea, da el calzado a las tres hermanas y “ayuda” en la casa. La hermana casada, cuando va a tener niño, se traslada para el hogar común, y él, naturalmente contribuye a recibir de un modo digno al nuevo cejudo. Ya ha recibido cinco, todos escrofulosos, pero con las cejas desarrolladísimas. La familia observó enternecida que el penúltimo –se aguarda un nuevo ejemplar de un momento a otro– las tenía rizadas. Al fin y al cabo es una mejora en la especie…
Bueno. Estas son las Linares. La casada se llama Andrea y las otras, como casi todos los seres desgraciados, poseen lindos nombres: Carmen Margarita, Luisa Helena, Berta Isabel…
II
El que refería, sin turbarse, esperó para decir al fin del chaparrón de bromas con que fue acogida su desairada historia:
–Como ustedes quieran; pero es así… la primera parte. La segunda voy a referirla.
Todos gritaron protestando:
–No, no, no.
–¡Se suspende la sesión!
–¡No hay derecho a palabra!
–¡Es horrible!
–¡Piedad!
–¡Asesino!
–¡Troglodita!
–¡Hay alevosía, ensañamiento, lata!
Pestañeó tras los lentes, arrojó una bocanada de humo sobre nosotros y volvió a sonreír: –La segunda parte… –dijo.
–¡Que no!
–¡Oigan, oigan, es triste! Y además, es divertida.
–Es estúpida, seguramente.
Dominando la última frase, impuso el resto:
–Sí, es estúpida desde cierto punto de vista… Un día, Carmen Margarita tuvo novio…
–¡Despatarrante!
–¡El cuento se hace trágico!
–¡Hoffman!
–¡Edgar Poe!
–… tuvo novio –repitió– tuvo por novio a un amigo nuestro que está aquí en este momento…
–¡El nombre de ese miserable, decidlo! –exclamó uno en estilo Pérez Escrich.
–El nombre –repuso– el nombre no es el del caso.
Mi amigo, se asomó a aquellas vidas oscuras y maltratadas, espió detrás de aquellos ojos saltones, nostálgicos…
Bajo aquellas cejas siniestras –interrumpió otro.
–Sí, bajo aquellas cejas siniestras, en el fondo de los ojos, vio el alma… Se enamoró de pronto como un loco… Ustedes no saben esto porque ustedes no han amado: la vanidad, la crítica superficial de las cosas, la mirada que ve las formas recortadas y no los matices de la expresión… ustedes no saben esto, no pueden comprenderlo; ustedes, burlones, inteligentes, tontos ven pero no miran… Mi amigo, que vale tanto como el que más de ustedes, se enamoró como un loco; y lo que era cursi y triste casi cómico, de una comicidad dolorosa, se fue engrandeciendo en su mente primero que a sus ojos: es el alma de la mujeres feas, el alma supremamente virgen que nadie ha turbado, el corazón de la mujer íntegra que, precioso e intacto, guarda sus ternuras para una hora única, cuando el amor llama a la puerta, cuando el despierta, cuando asoma a los ojos de las feas, por ante las cuales pasamos siempre distraídos o burlones, esos ojos que no han reflejado otros amores; y arrebola la emoción que siente una cara nunca besada, y estremece el cuerpo nunca tocado… Entonces es que un hombre posee, realmente, lo que otro jamás deseó, lo que es de él no más, de él sólo, sobre la tierra… ¡Y piensen ustedes con qué lealtad furiosa, con qué suprema angustia de amor no ama una mujer fea!
III

Y, verdaderamente, yo no sé si porque habíamos cenado fuerte y ese vino francés “alambrado” es proclive a ponerle a uno sentimental, o porque al salir a la calle fría y desierta, bajo lo inesperado de aquella confesión, estábamos turbados; pero todos sentimos una vaga nostalgia de ser así como él, tan valientes para echar sobre lo ridículo de la existencia un noble manto de sinceridad.