Aficionado Dominguito a los centavos como todo muchacho (afición que dura hasta la vejez), un día en que jugaba con su hermano mayor, correteando por toda la casa, tuvo un pensamiento súbito, una gran inspiración. Detúvose de pronto e interpretó a su compañero.
--¿Juan, los centavos nacen?
Juan
era un rapazuelo de ocho años que explotaba de lo lindo la candidez de
Dominguito. Cuando le veía alguna golosina en las manos, se le allegaba muy
grave, como hombre de negocios formales, y poniéndose las manos sobre los
hombros, le decía:
--Mira, Dominguito, hagamos un
negocio.
--¿Qué negocio?
--Pues
que tú me des ahora la mitad de ese dulce y yo te daré uno entero cuando mi
padrino me dé plata.
--Sí,
pero que sea bien grande como éste.
--Está
dicho.
Y Juan se comía la mitad del
dulce; pero media hora después, por cualquier pellizco, por cualesquiera dimes
y diretes, Juan se declaraba desligado del convenio. Así y todo vivían en la
mejor armonía.
--¿Nacen los centavos?
Ante esta inusitada pregunta del chico, Juan abrió
tamaños ojos y se puso a reflexionar como un filósofo que quiere dar en la
clave del enigma.
--Pues mira que sí nacen.
--Y entonces ¿dónde están las matas?
--¡Tonto! Las matas estás muy bien guardadas para que no
se las roben.
--¿Tú las has visto?
--No, pero me han contado.
--¿Y qué será lo que se siembra?
--Pues deben de ser los centavos para que retoñen.
--¡Ah! Pues yo voy a hacer la prueba.
--¿Dónde tienes los centavos?
--Aquí tengo dos no más.
--Bueno, pero no vayas a decírselo a nadie: entre los dos
solitos.
Juan se hizo en el momento a un cuchillo de la casa. Se
arrodillaron los chicos y emprendieron la obra.
--No muy hondo, Juan.
--Así está bueno, como para sembrar cebollas.
Hechos el hoyo, Dominguito echó con mano trémula sus dos
centavos, que la tierra cubrió en el acto. Se puso una señal en el sitio y
ambos chicos se entregaron luego al discurrir sobre el caso, forjándose para lo
porvenir mil doradas ilusiones.
Dominguito se acostaba preocupado con aquello, y en sus
sueños inocentes veía la mata de centavos grande y coposa como un mamón,
cuajada de racimos por todos lados. Tan luego saltaba de la cama, corría al
solar, y después de cerciorarse de que no había por allí alma viviente, se
acercaba al consabido sitio a ver si ya estaba apareciendo el retoño.
Como pasase los días sin asomar nada, consultó a Juan
sobre remover la tierra para ver el estado de los centavos, pero el rapazuelo
puso una cara muy grave y le dijo que aquello no convenía por ningún respecto,
puesto que se romperían los retoños que ya debían subir.
Un día, por último, en que vendían buñuelos a la puerta
de la casa, Dominguito, creyendo que ya no se levantaba la mata, corrió al
solar, metió las manecitas en la tierra con febril agitación, abrió un hoyo y
otro hoyo, buscó aquí y más allá, rebuscó por todas partes y nada…
Mucho tiempo hacía que la semilla, por artes químicas del
bribonzuelo Juan, había tomado la forma de dos abrillantados caramelos.
Pero el cuento sigue: veinte años después, como diría en
el epílogo cualquier novelista, Dominguito, hecho todo un hombre de negocios,
llamó a su hermano Juan y le dijo:
--¿Te acuerdas, Juan, de aquella mata de centavos?
-- Y de los sabrosos caramelos que me produjo también me
acuerdo.
--Pues
mira, yo he persistido en la idea: la mata de centavos existe. He cultivado
este campo con tesón, lo he sellado de café, maíz y otros frutos, y ya ves que
cosecho centavos todos los días.
Dominguito
tenía razón.
La
mata de centavos con que soñamos en la infancia existe. Se siembra en todas
partes, en el campo, en las fábricas, en los talleres; se riega con el sudor de
la frente y pronto crece, prospera y rinde el codiciado fruto.
La
mata de centavos es el TRABAJO.
CUENTOS (1894)
TULIO FEBRES CORDERO